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La clave de la información

Mi vecino el mataperros

Ramón Santoyo

En la ciudad existen dos mataperros, uno afamado por la prensa mundial, conocido como el enemigo número uno de los cuadrupedos peludos, aquel que incluso el conductor de 100 mexicanos dijeron realizó un videoblog criticando las atrocidades del exterminio canino. Aquel que fue odiado por defensores de animales y crucificado tanto en la prensa local como nacional. Ese mataperros vive en mi vecindario, o vivía, no sé. Y el segundo, curiosamente también vive cerca de donde yo, en mi cuadra, justo a un lado de mi casa, divididos por un callejón de 10 metros de ancho.

Este mataperros opera en la clandestinidad, en las sombras, se le ve a lo lejos con un bigote de Mario Bros (o Guillermo Padrés, da lo mismo), unos lentes sin pasta y de cristal, ronda los 68 años, nunca contesta el buenas tardes, el buenos días, ni mucho menos el buenas noches cuando es descubierto en las tinieblas planeando su crimen, todos en el vecindario sospecha de él, nadie dice nada.

Otro cuerpo apareció sobre la avenida Chihuahua frente a un mini súper, no parece haber sido un coche quien asesinó al can, no se le ven marcas de golpes, sin embargo, su estomago está destrozado, por su boca salen las viseras. Ahí está, un cadáver más.

Este mataperros no tiene la nobleza de descontarle 200 pesos del predial “por cada cabeza de perro que lleven”, este mataperros incluso le dice a sus colegas médicos (porque también es médico), “cuando quieras matar a un perro, yo tengo un veneno muy bueno pa’ ellos”, se ríe, le causa felicidad el dolor ajeno.

Yo tendría unos 12 años, mi perro se había salido de casa, justo al lote baldío de en frente, un pastor alemán, de nombre lobo, estaba sentado ahí sin molestar a nadie, yo lo miraba, estaba decido a conducirlo para el patio donde pertenece. De pronto, el portón de contra esquina es abierto, un portón negro, que ahora tiene un tono café, un coche antiguo en buenas condiciones sale de él, un hombre con una gabardina gris se baja del coche y gira su cabeza hacia atrás cual si se tratara de un exorcizado,  yo me le acerqué a mi perro para tratar de llevarlo a casa a salvo. El médico, en lugar de irse, pues tenía que fungir con su horario de regidor en aquel entonces, se dirigió al callejón en donde cogió unas piedras y se las arrojó a Lobo, justo frente mio, él sabía que esa mascota era de nuestra casa, incluso portaba un collar rojo, lo miré con despreció, le grité, “¿por qué le lanza piedras a mi perro?”, no me contestó, solo hizo una sonrisa cínica y se marchó.

Aproximadamente tres años después del altercado, mi hermana llegó con un cachorro, era un perro negro muy pequeño, dijo que se trataba de un gran danes como Scooby-doo, un perro gigantesco, torpe pero noble, al poco tiempo, la nueva mascota de la casa, quien fungía como hijo adoptivo de Lobo, ya medía poco más de un metro estando en cuatro patas. Los niños del vecindario se acercaban a la casa a preguntar por Cheto (era su nombre), después lo acompañaban con un, “¿puede salir Cheto a jugar?”. “Nada más tengan cuidado”.

No era bravo, era altamente torpe y juguetón, se comía un costal grande de croquetas por semana, los niños lo montaban cual si se tratase de un caballo, los paseaba y se reían con él, nunca les hizo daño, un perro noble, de raza noble, con orejas caídas de pecho y patas blancas. Cuando llegabas tarde a casa, después de la farra, Cheto te recibía a brincos y mucha saliva pegajosa manchandote la ropa, su pelaje muy corto se desprendía y generaba un aroma raro. Igual se le quería.

Era un martes, como cualquier otro día en donde los chicos del barrio llegaban a pedir a Cheto para jugar, les dije que estaba enfermo, algo había comido que le había caído mal. Escupía, vomitaba, su pecho hacía un crujido desgarrador. Todos en la casa estábamos preocupados, incluso Lobo, mi pastor alemán que en ese entonces ya tenía 12 años. Al día siguiente los ojos de Cheto ya no se abrieron más, su corazón dejó de latir, sus ladridos tontos al mismo tono de Scooby-doo ya no se escucharían en todo el vecindario como cada noche cuando el cholo de en frente llegaba de pistear y gritarle a su novia. Lobo aulló toda esa noche, y la siguiente, y la siguiente. El veterinario nos dijo que algo le había hecho daño, “lo más probable es que alguien lo haya envenenado”, nos dijo. Todos culpamos al cholo. Muy fácil decir que quien tiene dos lagrimas tatuadas bajo sus ojos es capaz de asesinar al mejor amigo del vecindario. “Cholo infeliz. Cabrón. Mejor se hubiera envenenado él”, fueron algunas de las citas que lanzamos, nadie se imaginaría que tres años (aproximadamente) la verdad saldría a la luz.

Poco tiempo después perdonamos al cholo, nos dimos cuenta que él alimentaba a unos gatos callejeros, ahí supimos que él no había sido. Dejamos pasar ese dolor, continuamos con nuestras vidas, dos años después, Lobo falleció de viejo.

Estoy frente a un médico que me pregunta que si vivo justo a un lado de un  personaje extraño de poca felicidad, se lo confirmo con un gesto de indiferencia, él solo dice “aaah, mira”, sé que después de eso vendrá algún tipo de información que haga renacer mi repudio hacia él. “¿Sabes que ese señor se la pasa matando a los perros del vecindario? A cada rato lo cuenta”, me dice, así en seco, con esas palabras, de pronto, un flashback de película pasa por mis ojos, comienzo a recordar las piedras lanzadas hacia Lobo, recuerdo a Cheto y su envenenamiento, recuerdo a Guevara (un cachorro rescatado que falleció de hidropesia), recuerdo a Santillán, mi gato rescatado, recuerdo los aullidos de mis perros tristes quien agonizaban por un veneno lanzado a mi patio disfrazado de comida, recuerdo sus lentes, su bigote, su coche, su casa, su decoración, su falta de tacto para contestar un “buenos días”. Mis ojos se abren, mi mano izquierda toca mi frente, mi boca con todo y su acento norteño y su excesiva pronunciación de la CH exclama un desalmado: “Hijo de la chingada”.

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