Cuando un amigo se va
El Eslabón Perdido
Humberto Melgoza Vega
“Qué onda socio”, era la manera como el entonces desconocido Sergio Haro acostumbraba saludarme cuando nos cruzábamos en los pasajes del Centro Cívico de Mexicali, por allá en el año de 1987.
Para entonces Haro ya era reportero del influyente semanario Zeta, muy respetado en el Palacio de Gobierno, y yo un modesto preparatoriano, con habilidad en la máquina de escribir, que se ganaba la vida en el despacho contable de su hermano, habilitado como escritorio público.
Recuerdo que desde entonces ya se acoplaba con una muchacha menudita y bien formada, que dos años más tarde me encontraría en la Universidad como Jesusa Cervantes, y también con otro compañero de oficio, el sanluisino Jesús Mauricio Manzo, todos ellos con estilo medio hippie y desenfadado, lo cual llamaba la atención a este punkillo desubicado.
Pero nuestra verdadera amistad inició por ahí en el 93, siguió en el 95, cuando coincidimos por azares del destino en La Crónica de Mexicali, que entonces apenas iniciaba operaciones, bajo una nueva administración de lo que antes era el diario Novedades, comandada por los Healy de El Imparcial de Sonora.
Y de ahí nació una bonita amistad que ya no soltamos, en el 97 me invitó a formar parte del proyecto del Semanario Sietedías y desde que me vine a San Luis Río Colorado para encabezar el diario extinto diario La Prensa, a principios del 98, manteníamos contacto de manera bastante frecuente, no tanto como hubiéramos deseado.
Más que un excelente periodista, de esos que se dan muy de vez en cuando, lo que más me llamaba la atención de Sergio Haro era su sencillez, que lo hacían un bato buenísima onda, y su sentido de grupo y fraternidad.
Nunca fue un tipo muy abierto, su vida privada la mantenía alejada de los reflectores, por eso aprecié cuando me permitió entrar a la intimidad de su hogar, donde conocí desde niño al ahora adulto Luis Carlos, y a Zayda su querida esposa, con quien compartió sueños y aventuras desde sus tiempo de universidad.
En las tertulias de fin de semana no en un bar, no en un antro, sino en su modesto pero acogedor domicilio de la colonia Indepe, me tocó convivir con puros veteranos del rocanrol mexicalense, que entonces me veían como mascota, porque me rebasaban en edad.
Compartimos larga noches de bohemia, cuando todavía vivía en Mexicali, antes de que viniera a San Luis, bebiera agua del río Colorado y me enamorara de una nativa con la que compartía gustos y profesión, en las que tuve la oportunidad de conocerlos más a fondo, sus sueños y debilidades, sus gustos musicales, los ideales que enarbolaban.
En estos días aciagos han andado rolando en el Facebook las fotos donde aparecen el veterano de Vietnam y fotógrafo mexicalense Juanito Tapia, la tremenda Delia Valdivia, Jesús Mauricio Manzo, su esposa Lety, al Memo y a la linda Elinora Topete, la inquieta Pinky,a Gina, Pay, Sergio León, Celina García y de vez en cuando que caían sus amigos chilangos, lo foto-periodistas Elsa Medina, Arturo Fuentes, los tijuanense Roberto Córdova o el gringo David Maung.
Inolvidable la fiesta de sus 50 años, con música de rock en vivo, donde brindamos hasta entrada la madrugada amigos y barrios como el Jaime Delgado, Rodrigo Pedrín, Luisito Arellano y Santillán y que no faltara el Pancho Sandoval.
Aparte de abrirme las puertas de su casa, de compartir de manera desinteresada sus conocimientos, el Harito abrió las puertas de su corazón, por eso estamos tristes, pero viviremos con el recuerdo y el ejemplo que nos deja como ser humano y como profesional de la comunicación.
Ahora, lo que sigue es pugnar porque su legado perdure, aparte del registro histórico plasmado en las miles de cuartillas que escribió de sus piezas periodísticas, y en la memoria colectiva de Baja California, como ciudadano distinguido y maestro de generaciones de periodistas que deberíamos emular su ejemplo.
Lo que es un hecho es que lo vamos a extrañar.