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La clave de la información

Luto por muerte de Inocencia LA REINA DE LOS CUCAPÁ

Yolanda Sánchez Ogás

MEXICALI.- Llegué por primera vez a su casa en 1980, acompañando a la señora Anita Williams, amiga de Inocencia. Desde entonces siempre encontré motivos para visitar El Mayor. Largas pláticas con Inocencia, siempre acompañadas de un taco de frijoles, me permitieron conocer su vida pasada y presente, hasta este día.

Nadie como ella conocía su cultura, su lengua, sus lugares sagrados y otros donde vivió. Gracias a ella, esa vida “de antes” como decía, pudo ser rescatada en múltiples publicaciones y videos, por diferentes investigadores. Ahora su voz se ha apagado, pero no sus memorias, que quedan para su familia y para la comunidad. Aquí una mínima parte de ellas:

Me llamo Inocencia González Sainz, tengo 80 años, nací donde ahora le dicen el campo Sonora; antes era un monte tupido de sauces. Ai nací, en una casa de cachanilla; ese lugar antes no tenía nombre todavía, nomás era la orilla del río, ahora es el campo Sonora.

Mis papás fueron Prisciliano González y Teodosa Sainz Domínguez. Mi amá era cucapá y mi apá era del lado de México, por allá de Toluca. Ellos se conocieron porque mis abuelitos vivían ai donde le dicen el Meganito, ai de la laguna para acá, [kilómetro 50 de la carretera Mexicali-San Felipe], donde está la loma ésa, donde está el panteón de los cucapá ahora. Ai tenían una casa de adobe. Mi apá había llegado con el coronel Esteban Cantú en 1911, porque era soldado. Vivía aquí en El Mayor; cuidaba los barcos que llegaban al río, La Pacita y el Río Colorado. De ai se iba a ver a mi mamá. Ellos se casaron y mi apá se quedó a vivir por aquí.

Cuando era niña ya hablaba español porque mi apá lo hablaba. Él era mexicano, pero en la casa casi siempre hablábamos cucapá, porque entonces había mucha gente cucapá, en todo lo que es la colonia Mariana pa’cá. Ai vivían la difunta Mariana, la difunta Carmela; mis tías, siempre había mucha gente. Me tocó ver los barcos que llegaban. Allí bajaban todo lo que traían: barriles de tepache, javitas donde venía el azúcar y el piloncillo chiquitito; tenían un almacén donde almacenaban todo.

Conocí a mi abuelita, ella se llamaba Manuela Domínguez. Nunca usaba zapatos y traía siempre ropa negra hasta abajo, largo. Cuando yo era chica casi todas las mujeres usaban vestidos largos, muy plisados de la cintura y con holanes y con unos listones rojos. Yo he vivido en muchos lados: viví por el lado de la colonia Zacatecas; cuando me junté con el papá de mis hijos viví aquí abajo dónde está esa loma; en la otra loma vivía mi amá, eran las únicas casas allí.

Mi amá casi siempre andaba vestida de negro porque cuando se le moría un pariente duraba tres o cuatro años de negro; casi nunca la vi vestida de pintito, puro negro. Los vestidos no los usaba muy largos. Ella usaba zapatos, pero mi abuelita nunca usaba zapatos y traía siempre ropa negra hasta abajo, largo. Cuando yo era chica casi todas las mujeres usaban vestidos largos, muy plisados de la cintura, con holanes y con unos listones rojos.

Los vestidos eran de colores oscuros y rojos, y hacían unas como capas de pañuelos de colores, y andaban sin zapatos. Mi abuelita usaba el pelo suelto largo, amarrada la cabeza con un trapo; también mi amá lo usaba largo. Me contaba mi abuela que su mamá usaba faldas de cáscara de sauce, como las que yo hago ahora para vender, pero mi amá ya no las usó. Esas faldas se usaban sin nada arriba. Las usaban las mujeres de muy antes, como la mamá de mi abuelita.

Yo de chiquita la ropa que usaba era de sacos de harina; era del Rosal y mi amá nos hacía calzoncitos de sacos de harina. Tenían monitos, estaban bonitos, pero ai andábamos con el rosal pintado. Los hombres antes usaban el am ko jap; era como zapeta que les tapaba atrás y adelante nomás; era de cáscara de sauce, como las faldas de las mujeres.

Cuando se llenó la laguna Salada, en el 80, fui la primera que me metí a la Salada. Teníamos un carrito, un Torino, y subía la panga y nos metíamos yo y la Toña, mi hija, por el pozo Coyote [en el kilómetro 80 de la carretera a San Felipe, como a 10 kilómetros hacia la Laguna Salada]. La Toña jalaba la panga y yo pescaba.

Después fue el Chato mi hijo también; era como en el ochenta, pescábamos con chinchorro. Sacábamos lisa, mojarras, bocón, carpas y hasta camarones; hasta setenta y ochenta kilos de camarón en una noche. Un señor de Mexicali venía y nos compraba lo que pescábamos todos los días.

Esos diez años pescamos en la laguna. Cuando nos metíamos acampábamos cerca del Pozo Coyote. Más bien esos diez años casi vivimos en la Salada. Después la laguna se secó y nos salimos de pescar allá. Mis hijos pescan acá por el río, pero yo muy poco voy a pescar. Me puse a hacer collares de chaquira y faldas de cáscara para vender.

Yo fui la primera que hice collares de chaquira cuando el INI (Instituto Nacional Indigenista) nos trajo la chaquira. Juan recordaba cómo se hacían los collares y él me dijo. Antes se usaba chaquira azul, blanca y roja, y se hacían unas capas grandes de chaquira, que tapaban más de la mitad del pecho; también collares. Después otras mujeres empezaron a hacer collares y ahora casi todas tejen.

Fotos Jorge Galindo

Con los collares de chaquira me he sacado tres premios; los mando al concurso que se hace cada año en México y una vez gané el primer lugar y otras el segundo. Con esos premios gana uno dinero y diplomas. Una vez el presidente me mandó una carta por mis collares.

Por lo que le escuché, por lo vivido en su casa, por lo que aprendí. Donde quiera que esté, mi agradecimiento siempre.

Hasta siempre, Ino

La conocí haciendo tortillas de harina, en una pequeña casa ubicada a las faldas del río en El Mayor, comunidad que se encuentra en el km. 57 de la carretera Mexicali- San Felipe, Baja California.

A primera vista me pareció una mujer de pocas palabras, de carácter recio y mirada adusta, pero conforme la fui conociendo a través de los años, pude escudriñar en su corazón y reconocer a la madre entregada y amante silenciosa de sus raíces indígenas.

Foto Betriz Limon

Inocencia González Sáinz, quien trascendió de este mundo ayer a los 84 años, me enseñó a amar intensamente la cultura Cucapá. Al principio me movía mi interés periodístico, un sinfín de reportajes y exposiciones fotográficas respaldan mi interés. Luego, con los años, llegó la amistad y, para ser sincera ya no me imaginaba entrevistando a Inocencia, conozco su vida y la de sus hijos profundamente.

Hemos compartido festejos y pérdidas, estuve en los funerales de Pascuala Sainz y Onésimo González, y ellas estuvieron en los servicios funerarios de mi madre Beatriz y mi abuela Guadalupe.

He visto crecer a los hijos y nietos de Antonia y Juana, y en honor a su dialecto dos de mis perritos fueron nombrados con palabras cucapás. Desde que emigré a Phoenix (Arizona) hace más de seis años las visitas han ido mermando, pero no las querencias, cuando las veo el corazón me salta y da vuelcos de alegría. Me gusta el olor a comida recién hecha en casa de Antonia, caminar por las calles empedradas de la comunidad de El Mayor que se rehúsa a morir y que aún sostiene a 200 indígenas que viven altivos entre el río Hardy y frente al Cerro del Águila.

Recientemente Inocencia fue galardonada con el Gran Premio Nacional de Arte Popular 2019, en la categoría de Trayectoria Artesanal y la premiación se llevó a cabo con bombo y platillo en el Complejo Cultural Los Pinos, en la Ciudad de México.

No pude evitar una emoción enorme al ver tan merecida distinción, desde hace años he visto cómo Inocencia teje parsimoniosamente los pectorales de chaquira, y lo hace de una forma magistral.

No solo destacó como una sobresaliente artesana, es de las pocas indígenas cucapás que conserva la lengua nativa. Además, me he deleitado al escuchar como narra numerosas leyendas que hablan sobre piedras brillantes en el desierto, brujas gigantes que comen indios, guerreros y muertos que van y vienen.

Recorrí junto a Inocencia los centros ceremoniales, y he constatado lo arduo que es recolectar la corteza de sauce de los troncos caídos en el monte, para elaborar las tradiciones faldas que usaban los primeros indígenas cucapás.

“Mi Ino” como la llamo de cariño, se fue estoica en medio del desierto, y solo me queda el recuerdo de su piel curtida por el sol y su cabellera azabache ya poblada por las canas. En ella siempre vi dibujado el rostro de los primeros indígenas, aquellos que llegaron a estas tierras e hicieron del desierto su hogar.

Aquellos y nosotros somos los mismos, nuestras raíces están aquí, entre los impetuosos cerros y sobre la llanura de La Salada, cuando el sol de estas tierras abrazas con su hoguera nuestras conciencias y nos obliga a ser fuertes, a reconocernos en los ojos de nuestros antepasados.

En las manos de Inocencia había magia, y sin duda ella poseía un don que la convirtió en una de las más reconocidas artesanas del mundo y, por qué no, en la mejor “artesana” a la hora de cocinar tortillas de harina.

Hasta siempre Ino.

Beatriz Limón

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