Imanol Caneyada Pascual fue reconocido con el Premio Nacional de Literatura
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El periodista y escritor Imanol Caneyada Pascual fue reconocido con el Premio Nacional de Literatura “José Fuentes Mares para Obra Publicada 2015” por su novela negra titulada Hotel de Arraigo. Nacido en San Sebastián, España, y radicado actualmente en Hermosillo, Imanol vivió una larga temporada en San Luis Río Colorado, donde dejó grandes amistades.
Autor además de las novelas Un camello en el ojo de la aguja y Tardarás un rato en morir, y de los libros de cuentos La ciudad antes del alba y Los confines de la arena, Imanol es corresponsal de Semanario CONTRASEÑA en la capital del estado, por lo que compartimos su beneplácito y lo felicitamos ampliamente.
A continuación les dejamos un fragmento de su novela Hotel de arraigo (Suma de letras, 2015), de venta ya en algunas librerías, disponible en Sanborns.
El dedo aún estaba ahí pero en realidad no estaba
I
El dedo aún estaba ahí, flexible, mullido, con su yema acolchonada, sus huellas dactilares, su falange media y distal: el dedo meñique de la mano izquierda. Pero en realidad no estaba, se lo habían cortado. ¿Hacía un día, una semana? A veces se le olvidaba y lo sentía presente, como los otros nueve. Le cosquilleaba, le picaba, le hormigueaba. Pero en realidad no estaba. De tajo, con unas pinzas cortadoras de alambre, se lo habían rebanado en un abrir y cerrar de ojos. El filo de la cuchilla había rasgado la vaina sinovial de los músculos flexores, el músculo oponente, el aductor, los tendones, y Gabriel García, por primera vez en su vida, había padecido el verdadero dolor, el dolor agónico, casi hasta el desmayo, el que te hace gritar, gritar, gritar, en un intento infructuoso por librarte de él, para que deje de estar ahí, dueño del cuerpo, invasor de cada rincón de la anatomía, único habitante del cerebro. Sólo el dolor que lo anula todo, incluso el miedo, la esperanza, la incertidumbre, la altanería, la dignidad. Porque no existe otra cosa que el dolor. Luego la adrenalina empieza a fluir por las venas a toda velocidad y bloquea el sistema nervioso, atenúa el suplicio, lo mitiga sin mucha fortuna y viene una conciencia superviviente, primitiva, que es miedo, incredulidad, impotencia. Horas más tarde, te invade un inmenso cansancio que no te deja dormir mientras tu mente recobra su actividad racional y empieza a pensar. Entonces llega el verdadero infierno.
Gabriel García pensaba mucho, como nunca antes en su vida, postrado en un jergón, encadenado a una viga ex profeso, en una habitación oscura de dos metros por dos. ¿Qué otra cosa podía hacer sino pensar? De repente le atacaba el síndrome del miembro fantasma; su cerebro generaba sensaciones que lo engañaban, que le hacían creer que poseía un dedo meñique que lo había acompañado durante 17 años. Cuando esto sucedía, contemplaba su mano izquierda en la penumbra de aquella habitación, hasta que la venda blanca manchada con un poco de sangre cobraba forma en la oscuridad para constatar que únicamente tenía una falange. Era un aspecto del encierro que le desquiciaba. Dos veces al día entraba la mujer con una torta, una soda, alcohol del 96 y una venda nueva. Sabía que era una mujer por las tetas gordas y colgantes tras la camiseta blanca que siempre traía puesta. Una camiseta que marcaba unas lonjas oblongas y excesivas. Sabía que era una mujer por las caderas y el culo de mujer que un pants negro no podía ocultar. Por la voz susurrada al articular las pocas palabras que le dirigía. No por el rostro, siempre entraba a la habitación con él cubierto por un pasamontañas tipo militar. La mujer le daba miedo y asco. Olía a capas de sudor acumuladas una tras otra durante meses.
La primera vez que apareció recortada en el marco de la puerta de hierro color ocre, Gabriel se acurrucó al fondo de la habitación, se enconchó como un feto, se hizo un punto diminuto. Entre las rodillas, deslumbrado por la luz fluorescente que se colaba del pasillo, vio de reojo a la mujer y le pareció una especie de gigante inanimado, un ser sobrenatural. En esa primera ocasión y en las subsecuentes, la mujer utilizó frases cortas emitidas en un susurro ronco: Te traigo algo de comer. Te tengo que curar el dedo. Me vale madres si se te infecta y te mueres de una gangrena pero mi obligación es curarte el dedo. No seas puto, no seas maricón, no seas niñita. Estas últimas oraciones las pronunciaba cuando el alcohol empapaba el muñón cicatrizante y Gabriel se retorcía a punto del llanto. Y siempre en un murmullo ronco que parecía brotar de unas cuerdas vocales llagadas. La venda solía empaparse de sangre en cuanto la mujer terminaba de curarle la herida, pero era sólo un pequeño rastro que con los días se fue encogiendo. Gabriel también se preguntaba por qué le habían cortado el dedo nada más llegar a aquella casa. Lo bajaron de la camioneta con los ojos vendados después de un trayecto de unas dos horas. Lo metieron arrastras en esa casa, sintió cómo unas manos robustas, tal vez dos, tal vez cuatro, inmovilizaban su brazo izquierdo y entonces, clac: el dolor.
II
El dedo aún estaba ahí. Un apéndice inútil encerrado en esa caja como un cadáver en un féretro, pudriéndose, en descomposición acelerada, apestando el estudio, en donde se había encerrado para contemplarlo mientras su abogado venía en camino, mientras su mujer venía en camino. No había llamado a la policía. Su abogado le había dicho que no hiciera nada hasta que llegara. Él le avisaría a Ana Luisa. Así que Heriberto García se había encerrado en el estudio de su casa a contemplar el dedo de Gabriel y la nota escueta pero devastadora: No estamos jugando, paga lo que te pidamos. ¿Sonaría el teléfono en cualquier momento y una voz distorsionada le daría una cifra, una fecha, una hora para entregar el dinero? ¿Realmente sucedían así las cosas? Heriberto García se hacía este tipo de preguntas porque poseía una mente práctica, ejecutiva, la mente de un empresario que había hecho una fortuna de la nada. Pero también era una forma de evadir ese dedo, yacente al fondo de una caja, que le apuntaba putrefacto. Es tu culpa, le decía el meñique de su hijo. En ese instante Heriberto García se sentía responsable de ser escabrosamente rico, del sufrimiento de su hijo (un sufrimiento que el dedo atestiguaba), de la indefensión de su hijo, de su posible muerte. Sabía de las altas probabilidades de que apareciera sin vida en el desierto. Era consciente de que la vida de Gabriel pendía de los detalles más ínfimos de un proceso que apenas comenzaba, en el que un pequeño error significaba el fin. Por todo ello, la culpa tenía a Heriberto García atornillado a la silla del estudio de su casa, mientras luchaba entre sucumbir ante ella o sacar a relucir al negociador implacable y sin escrúpulos que lo había llevado a enriquecerse más allá de lo previsible. Cerró la caja que contenía el dedo y giró sobre el eje del asiento para darle la espalda. Frente a él se extendía un librero que cubría la pared entera. En él medio millar de ejemplares con encuadernado de lujo (enciclopedias, libros de historia regional, una colección de clásicos de la literatura universal) que jamás había abierto, alternaban con fotografías suyas jugando al golf, de la familia, de su lancha fueraborda surcando el mar, y figuras de porcelana de Lladró que representaban caballos árabes pura sangre, fantasías venecianas, unas damas de Aranjuez y un dragón chino. El barroquismo del librero estaba a tono con el del despacho entero, una escenografía en la que Heriberto García interpretaba al hombre que creía ser. ¿Pero era realmente ese hombre? Pensó en esa mujer lejana, mística, que le repugnaba: su esposa. Pronto llegaría. ¿Dónde estaba? Su abogado le había dicho que Ana Luisa se encontraba en la colonia Primero de Mayo. ¿Qué hacía esa loca fanática en ese barrio? Calibró lo que se le avecinaba y de repente vio a una mujer histérica reprochándole lo inevitable: ser el padre de esa criatura odiosa, enferma de vanidad, malcriada, desagradecida, a la que jamás habían responsabilizado de ningún acto. ¡Pobre Gabriel!, exclamó Heriberto García y se le empañaron los ojos. De pronto creyó necesario avisarle a Isabel, no tenía muy claro si a la amante o a la asistente. Cuando echaba mano del celular para marcarle, doña Cleta tocó a la puerta del despacho, la entreabrió y le comunicó que había llegado el licenciado Dávila. Un segundo antes de decirle que lo hiciera pasar, Heriberto García se detuvo en la figura rocosa y rubicunda de esa serrana que hacía dos décadas trabajaba para la familia. No parecía saber lo que sucedía. Heriberto García dejó el celular sobre la mesa.
El licenciado Dávila entró al despacho con la cara apremiante de quienes pretenden hacerse cargo de todo.
–Espero que no hayas hablado de esto con nadie, Heriberto, es muy delicado –le dijo mientras se sentaba del otro lado del escritorio, frente a su cliente–. Mira, por ley estamos obligados a dar parte a las autoridades, pero eso no significa que vamos a permitir que se hagan cargo de las negociaciones, ¿me entiendes? Mientras venía para acá, hice algunas averiguaciones y podemos contratar a un negociador experto. Ahora bien, ¿sabes con certeza que se trata de un secuestro y no de una extorsión? ¿Has tratado de comunicarte con Gabriel?
Heriberto García señaló con el mentón la caja sobre la mesa.
–¿Qué es esto? –preguntó el abogado.
–Ábrela.
–¡Puta madre! ¡No me chingues! ¿Qué carajos es?…
–El dedo de mi hijo.
El abogado había saltado de la silla y retrocedido unos pasos hasta el centro del estudio, empujado por la repulsión a ese pedacito de carne con la uña amoratada, ese gajo que había pertenecido a alguien. Trató de recuperar la calma con la calma de su cliente, que aguardaba inmóvil, como si al no moverse pudiera detener el curso de los acontecimientos. El licenciado Dávila volvió a acercarse al escritorio.
–A ver, no entiendo nada. ¿Desde cuándo lo tienen secuestrado? ¿Ya te habían pedido el rescate y te negaste?
–Llegué hace poco más de una hora a mi casa y me encontré con el dedo en esa caja y esta nota.
Heriberto le tendió el pedazo de papel a su abogado. Éste lo leyó varias veces. Parecía querer encontrar algún tipo de clave, una explicación.
–Pues están cabrones estos tipos. No conozco de ningún caso en el que hayan actuado así, tan… salvajemente. O sea, ¿no te han contactado?
Heriberto García negó con la cabeza y la inercia del movimiento hizo que la silla se desplazara sobre su eje imperceptiblemente. El abogado volvió a sentarse.
–Bueno, voy a dar parte al Ministerio Público, es nuestra obligación, pero como ya te dije, creo que debemos elegir un negociador externo.
–Yo voy a negociar con esos hijos de puta, nadie más –dijo Heriberto García.
El empresario se sobresaltó al comprobar que su esposa se hallaba bajo el dintel de la puerta, observándolo fijamente, en silencio, avejentada, hierática. ¿Desde cuándo estaba ahí? Sus miradas se encontraron un momento. De inmediato el hombre desvió la vista hacia la caja, aún abierta, incapaz de sostener la cólera contenida en los ojos de Ana Luisa. La mujer cruzó el estudio hasta el escritorio. Sin decir palabra, cerró la caja, la tomó con ambas manos como si fuera un relicario y devolvió sus pasos a la puerta. En ese momento sonó el timbre del celular de Heriberto García. Éste comprobó que se trataba de Isabel. No supo si responder.
–Contesta, puede que sean los secuestradores –le espetó su abogado.
–Es mi asistente –dijo Heriberto.
–Contesta de todas formas –insistió su esposa desde la puerta.
–Dime, Isabel, qué se te ofrece, éste no es un buen momento… Espera, no te entiendo, deja de llorar, procura calmarte, es que no te entiendo, repite con calma lo que… ¿Qué? ¿Un sobre? No te muevas, no llames a la policía, voy para allá.
III
Ana Luisa de García, sobre la cabecera de la cama de su habitación, diez años atrás, había colgado un estilizado crucifijo de plata y oro blanco, recuerdo de su visita al Vaticano. Durante una década le había rezado todas las noches pidiendo por su hijo, por su esposo, por ella misma. Hasta ese día pensó que sus oraciones eran escuchadas. Incluso le agradeció al hijo de dios que su marido hubiera encontrado un desahogo para sus necesidades carnales, tan débil, tan infantilmente descreído. En cuanto a Gabriel, se daba cuenta de que estaba perdido en el bosque de su propia adolescencia. Cada noche rogaba por que encontrara el camino sin que su fe sufriera ningún quebranto.
Pero esa tarde, ya casi noche, entró en su cuarto, dejó la caja en el buró, se puso de rodillas sobre la cama solitaria, descolgó el crucifijo, se dirigió a la ventana, la abrió y lo lanzó con todas sus fuerzas al jardín. El crucifijo voló en una parábola abrupta y fue a dar al fondo de la alberca vacía. Chocó con el cemento y rebotó sin ton ni son como si nunca antes hubiera existido un solo sonido en ese jardín. Ana Luisa estudió por unos minutos la cruz tirada en la parte más honda de la piscina, cerró la ventana, regresó a la cama, se acostó bocarriba, cogió la caja y la puso sobre su estómago. Dudó en abrirla. Era una pequeña caja de cartón, de ésas para guardar tornillos, cúbica e insignificante. Por fin se atrevió a enfrentar su contenido. Ahí estaba el dedo. Despedía un olor repugnante. La cerró nuevamente. La visión del meñique de su hijo la aturdió. Para que la habitación dejara de ser esa marejada, evocó lo más vívidamente posible la última imagen de Gabriel. Esa misma mañana había desayunado un cereal urgente recargado sobre la barra de la cocina, se le hacía tarde para ir a la escuela. Recreó con exhaustiva precisión sus piernas largas, su talle desgarbado, los brazos aún lechosos, flacos, de infantil musculatura. Su cabello castaño claro demasiado largo para su gusto, que caía en graciosas capas hasta los hombros enjutos. Y la mirada perdida en un lejano punto del jardín, obstinada e iracunda, en busca, pensó de pronto Ana Luisa, de alguna respuesta. Se dio cuenta de que esa mañana algo atormentaba a su hijo, algo había provocado que se mostrara más huraño que otras veces. Ana Luisa lo había apurado al constatar que faltaban diez minutos para las siete y justo había alcanzado a rozar distraídamente la mejilla de Gabriel con sus labios. Pensaba en la colecta, en la infinidad de detalles que había que resolver antes de que partiera la caravana rumbo a la Primero de Mayo. Apenas le había dedicado una última mirada cuando Gabriel abandonó la cocina. Recordó haber pensado que su hijo llevaba la mochila abierta pero no le dio mayor importancia.
Ahora, en esa noche sin dios, sólo poseía el dedo de su hijo que había llegado a un punto de putrefacción tal que su vista se hacía insoportable.
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